El humilde hogar de José Tomás Monterrosa y Otilia Barrios vio nacer el 4 de agosto de 1940 en zona rural del municipio de Berlín, departamento de Usulután, a José Domingo, el menor de varios hermanos. Desde su infancia más temprana fue marcado por el recuerdo de Agustín Farabundo Martí, líder campesino que en 1932, durante la dictadura del general Maximiliano Hernández, encabezó una gran rebelión campesina e indígena apoyada por el recién nacido Partido Comunista de El Salvador que fue sofocada con mano de hierro por fuerzas del ejército, la policía y bandas de los propietarios de grandes haciendas cafetaleras. Martí simbolizaba el salto al vacío y la anarquía promovidas por dirigentes al servicio del comunismo internacional que se aprovechaban de la ignorancia y el resentimiento de los pobres, en tanto Hernández representaba la tradición y la ley, que deben imponerse sin contemplación para que la sociedad mantenga la normalidad.
Su sueño fue “siempre vestir el uniforme militar para imponer el orden y mantener a raya las ideologías contrarias a la civilización occidental y cristiana”. Quiso mostrar que en la sociedad salvadoreña sí había lugar para ascender en la escala social, sin importar la humildad del origen y que el mejor lugar para ello era la institución más claramente dedicada a la defensa de la patria. Después de pasar por el jardín infantil de las señoritas Cortez y aprobar la primaria en su pueblo natal se trasladó a San Salvador, donde realizó estudios de bachillerato en el Instituto Nacional Francisco Menéndez y el Liceo Salvadoreño.
Sin perder tiempo, en febrero de 1960 dio el primer paso de su sueño al entrar al Ejército salvadoreño como caballero cadete procedente de la Escuela Militar Capitán General Gerardo Barrios. Dada su dedicación y disciplina, así como su compenetración total con la doctrina que mostraba a las instituciones castrenses como la salvaguardia de la nación frente a los enemigos internos y externos, amén de garantía del orden social y la moralidad del país, asistidas por la mayor democracia del mundo y adalid del mundo libre, su carrera fue meteórica. Temía no estar a la altura de los retos que le planteaba el momento histórico, deseoso de participar activamente en la lucha contra el comunismo, que a pesar de haber sido golpeado duramente en 1932 continuaba sus maniobras, ahora estimulado por haber puesto pie en tierras americanas con el falso nacionalismo de los barbudos de Fidel Castro que muy pronto mostraron su verdadera cara al franquear la entrada a una potencia extracontinental.
En el suelo salvadoreño empezaron a proliferar grupos de orientación castrista y los peligrosos curas de la teología de la liberación, que junto a demócratas y todo tipo de agitadores o de idiotas útiles no eran más que máscaras del comunismo.
Lo que más lo alarmó fue la creación en 1961 del Frente Sandinista de Liberación Nacional en la vecina Nicaragua, al recordar que Farabundo Martí en uno de sus exilios se había unido a Augusto César Sandino, obteniendo un lugar destacado en las huestes de ese peligroso subversivo.
Frecuentemente empezó a tener pesadillas en las que aparecía Farabundo, sembrando de nuevo el desorden y la división en la patria salvadoreña.
En tiempo récord escaló todos los grados de la suboficialidad, hasta ser ascendido a oficial el 12 de noviembre de 1963 con el rango de subteniente.
Junto con los avances en el escalafón que lo llevaron a teniente en 1966, capitán en 1971, mayor en 1976 y a teniente coronel en 1980, se destacó por su fervor en el estudio de la ciencia militar, en los temas de seguridad nacional y anticomunismo.
El oficial es el primer soldado
A diferencia de la mayoría de los oficiales, casi todos extraídos de la clase media y de piel más clara que el promedio de los salvadoreños, que trataban al soldado con superioridad y desprecio, José Domingo, semejante a los caballos mongoles, de escasa alzada, fuerte y resistente, mostraba en su tez un fuerte mestizaje y se compenetraba en la vida diaria con sus subordinados. Los acompañaba en todas sus penalidades, compartiendo sus conocimientos militares y políticos, para convertirse en un ejemplo de que cualquiera se puede elevar a una posición muy alta desde un origen modesto.
En la Escuela Militar fue desde el principio magnético y carismático, siempre fue el mejor de su clase, tenía los promedios más altos en los estudios, una excepcional condición física y conocimiento de los conceptos de la guerra y su aspecto político. Para sus jefes y después para los asesores estadounidenses fue excepcional, un salvadoreño ciento por ciento soldado, un líder natural, un hombre de armas nacido como tal, militar nato con la rara aptitud de inculcar lealtad a sus hombres.
Sus subordinados empezaron a admirarlo y respetarlo por su desempeño como militar, conductor de tropas, alumno aventajado de los instructores y academias de países aliados, profesor paciente y comprensivo en los centros de instrucción nacionales.
Pero era en el campo de batalla y en general en el terreno donde mostraba su fraternidad con el soldado. En la cruenta guerra civil en una ocasión concluyó que al quedar en una aldea solo algunas mujeres y niños eso únicamente podía significar una cosa: que todos los hombres estaban en la guerrilla que merodeaba en los alrededores. Por eso había que quitarle el agua al pez y así se procedió. Tal vez demasiado cansados, los soldados no arrojaron los cuerpos al Lempa, que es un río grande y turbulento, donde no se les encontraría, sino a algunos de sus tributarios, mucho más pequeños. Horas después, al remontar una de esas corrientes, la sed empezó a hacer de las suyas porque ningún soldado quiso llenar sus cantimploras al ver flotando el cadáver de un niño.
El coronel salvó la situación yendo él mismo en helicóptero a traer grandes garrafones de agua embotellada para distribuir entre la tropa sedienta.
En un mismo año (1963) obtuvo dos grandes reconocimientos: la Medalla “Bernardo O’Higgins” de la República de Chile por el primer lugar en materias militares y el Premio “Ejercito de Los Estados Unidos” por el primer lugar en la Escuela Militar.
En 1964 su participación en la maniobra “Operación Rayo” le produjo una felicitación especial por parte del Alto Mando de la Fuerza Armada.
La más honda huella en su formación integral se la dejaron los estudios de paracaidismo realizados en la Escuela de las Américas, ubicada en Fort Gulick, base militar estadounidense en la zona del Canal de Panamá, el curso de Aparejamiento de Paracaídas, el curso de aviación en Francia, el Curso de Comando y Estado Mayor en el Centro de Estudios de la Fuerza Armada.
Pero fue el XXXI Curso Especial de Yuan Peng en la Escuela de Guerra Política de Taiwán, junto con otros adiestramientos de Seguridad Nacional, lo que más contribuyó a su formación militar como guerrero avanzado que entendía su papel no solamente en el campo militar sino en el choque de civilizaciones y en la defensa de los valores occidentales.
Militar todoterreno
La versatilidad y amplitud de su visión y práctica guerrera se demostró en las diferentes áreas en que se desempeñó. Formado inicialmente en la infantería, pasó al paracaidismo y la aviación.
En la Escuela de Armas y Servicios fue el Comandante de la Compañía de Fusileros, en la Escuela Militar Comandante de la Compañía de Cadetes, brillando también como profesor militar del Estado Central Académico en el Centro de Estudios de la Fuerza Armada, en el campo administrativo, en el alto mando de la Policía, en tanto en la Fuerza Aérea fungió en el Escuadrón Aerotransportado en la dirección del Grupo de Seguridad.
A la par que mantenía la pasión por el combate en tierra, en el aire se sentía también en su elemento al ver desde las alturas celestes el campo de batalla y sentir que descendía a él vomitando fuego como un dios justiciero. Su compañero de todas las horas fue un ángel guardián canino, el fiel Huracán, tanto o más militarizado que él. Su fin trágico, en un lanzamiento conjunto, al fallar el paracaídas que suavizaría su descenso le produjo una honda conmoción y el vago presentimiento de que también su fin podría ocurrir en el aire. No temía morir en combate, más bien lo deseaba, siempre y cuando fuera heroicamente, viéndole la cara a la muerte, tal como le oía cantar a su padre recordando el himno de Franco en España, “Cara al sol, con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me lleva y no te vuelvo a ver. Volverá a reír la primavera, que por cielo, tierra y mar espera.”
Honor y gloria en Honduras
Entre el 14 y el 18 de julio de 1969 se dio una corta guerra entre El Salvador y Honduras. El conflicto se originó en un diferendo por límites y por el trato que se daba en el país vecino a los inmigrantes salvadoreños. Gracias al famoso cronista polaco Riszard Kapuscinski se le conoce como La Guerra del Fútbol por la coincidencia de la tensión entre ambos países con un partido de balompié que el 26 de junio de 1969 enfrentó a ambas selecciones dentro de las eliminatorias para la Copa Mundial de 1970.
Domingo estuvo en la primera línea desde el primer momento, el 14 de julio. Apenas sí podía esperar la orden de ataque y en cuanto se dio, comandó el asalto en dirección al corazón del enemigo, Tegucigalpa. Mientras las fuerzas salvadoreñas apoyadas por la aviación que había ayudado a formar abrieron el camino en la frontera y copaban a los sorprendidos hondureños en Gracias, Nueva Ocotepeque, Santa Rosa de Copán, Juticalpa, Amapala, Choluteca, Nacaome y Guaimaca, los destacamentos encabezados por Monterrosa se acercaban a la capital y la hubieran tomado de no ser por la decisión política de su gobierno de aceptar el armisticio propuesto por la Organización de Estados Americanos.
Había probado el sabor dulce de la batalla, el éxtasis del combate. La frustración por lo corto de las hostilidades le fue compensada por el “Diploma de Honor” que le entregó el Alto Mando de la Fuerza Armada por su participación en esa gesta. Gracias a su esfuerzo y al de hombres bajo su mando, una docena de poblaciones hondureñas capturadas vieron izarse la insignia nacional de El Salvador. En cien horas de combate, cada ocho horas caía un poblado enemigo ante el incontenible empuje de las fuerzas salvadoreñas.
Pero más que la miel del éxito personal le complacía ver que la celebración que se hizo al mes siguiente en San Salvador era el símbolo de la unidad nacional dentro de la jerarquización social y el orden tradicional, garantizada por la Fuerza Armada.
Allí estaba su ideal y estaba él, en el desfile iniciado en el boulevard de Ilopango, entre los cinco mil soldados de las compañías que lucharon contra los hondureños, coronado por los vuelos de exhibición sobre la capital con sus gloriosas flotillas que lograron reducir a la impotencia a la Fuerza Aérea de Honduras. Se sintió bendecido por Dios en la misa campal ofrecida a continuación en el Estadio Nacional con la participación de los marchantes y de miles de personas venidas de todos los rincones del país de la mano de las autoridades territoriales, en tanto, desde el Olimpo de la tribuna especial las autoridades supremas del Estado, los empresarios generadores de riqueza y trabajo, miembros de las catorce familias que concentraban el manejo económico y político, presidían la ceremonia junto al Alto Mando de la Fuerza Armada.
Implacable con el enemigo interno
Poco duró la unidad nacional producida durante la guerra del fútbol. En la década del 70, bajo el aliento e impulso de Cuba, fueron surgiendo organizaciones contrarias al orden tradicional, que en el marco de un gran descontento social y la tensión internacional de la guerra fría caldearon la situación del país.
En 1970, como si se repitiera la pesadilla de los años treinta, surgieron las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), una escisión del Partido Comunista Salvadoreño (PCS). En febrero de 1971, nació el “Grupo”, una organización formada por estudiantes universitarios, que después se convirtió en el Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, que secuestró y dio muerte al empresario Ernesto Regalado Dueñas, en la primera acción armada anunciadora de lo que se vendría años después.
En 1975 se constituyeron las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN), seguidas un año después por el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC).
La labor de las fuerzas de seguridad legales no era suficiente para contener la creciente oleada de organizaciones subversivas y en su apoyo actuaron escuadrones como El Ejército Secreto Anticomunista(ESA) y el grupo Orden. El ESA, de la mano del Mayor Roberto D’Aubuisson se esforzó en eliminar por completo a los señalados en una lista que incluía “todos los dirigentes del Partido Comunista Salvadoreño, todos los agentes internacionales responsables de asesinatos, todos los miembros de la Junta vinculados a grupos de izquierda, todos los dirigentes populares y guerrilleros, todos los asesinos comunes, ladrones, asaltantes, violadores, rateros, homosexuales, prostitutas, drogadictos, curas falsos, militares traidores, abogados sinvergüenzas, profesores que adoctrinen, funcionarios de gobiernos corruptos, prestamistas inescrupulosos y todos los buenos para nada, los elementos purulentos de El Salvador”.
Aún así, y a pesar de que se acalló al Arzobispo Óscar Arnulfo Romero, a Ignacio Ellacurría y a otros jesuitas, que eran “los peores canallas” de la famosa lista, la insurgencia no solamente creció sino que se unió el 10 de octubre de 1980 para integrar a las Fuerzas Populares de Liberación, el Ejército Revolucionario del Pueblo, la Resistencia Nacional, el Partido Comunista Salvadoreño y el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos, bajo el nombre que le traía tan ingrata recordación: Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
Mientras el gobierno salvadoreño era respaldado firmemente por Estados Unidos en el plano político, económico y militar, el FMLN contó con el apoyo del campo socialista, Cuba y la nueva dirigencia de Nicaragua, donde poco antes había triunfado el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) al derrocar el gobierno del general Anastasio Somoza.
El conflicto era ahora de grandes dimensiones y ya no solamente por el poder en el país sino parte del enfrentamiento mundial. El Salvador era uno de los escenarios de disputa planetaria. Se incrementó la guerra de guerrillas y de nuevo la bravura y el genio militar de José Domingo Monterrosa, convertido en el oficial favorito de los asesores estadounidenses, brilló en el campo de batalla y en la disputa por el favor de la población.
Sabía que no bastaba con destruir a los guerrilleros sino que había que cortarles sus redes de suministro y apoyo. Si no funcionaban los programas cívico-militares de acercamiento con los campesinos, sus redes de informantes, conocidos como “orejas” se encargarían de enterarlo de quienes colaboraban con los terroristas o les vendían comida y quienes no eran leales a las fuerzas del orden.
No fue casual que en la contienda se le nombrara comandante del batallón Atlacatl, unidad de élite del ejército bautizada así como homenaje al gran Señor de Cuzcatlán (nombre prehispánico de El Salvador) y jefe supremo de la confederación pipil que siglos atrás organizó la resistencia contra los invasores españoles.
Con gran efectividad aplicó las tácticas usadas por los norteamericanos en Vietnam, de “tierra arrasada” y “pez fuera del agua”. Para bien de la propia gente había que aislar a los terroristas de su base de apoyo y tratar con mano dura a las poblaciones aledañas a los campamentos y territorios donde la guerrilla operaba.
El Mozote
La guerrilla obtuvo una base muy fuerte en el municipio de Perquín, departamento de Morazán, al nororiente del país. Un caserío cubierto por cúmulos de nubes y de neblina, rodeado de cerros verdes cubiertos de árboles frondosos.
En la zona operaban las unidades más sólidas del ERP, dirigido por Joaquín Villalobos, conocido como Comandante Atilio y transmitía la emisora guerrillera Radio Venceremos.
Villalobos nació en 1951 en San Salvador y muy joven, en 1972, a los 19 años, fue uno de los fundadores del Grupo, organización que fue el embrión del ERP, cuyo liderazgo asumió en 1977. En su pensamiento, las acciones armadas debían tener su correspondiente efecto mediático y en su visión era un pecado aburrir a la gente, las comunicaciones debían atraer al pueblo, cautivarlo y elevar la moral de los combatientes, además de desestabilizar al enemigo.
Por ello los comunicadores eran parte esencial de su equipo de trabajo y durante la guerra, la Comandancia y Radio Venceremos compartieron siempre campamento.
El coronel programó una operación envolvente para liquidar el grueso del grupo armado comandado por Atilio, neutralizar la emisora y arrasar sus campamentos centrales. Los pobladores de las aldeas del área comenzaron a desplazarse hacia ciudades más grandes y algunos a Honduras. Los habitantes de la localidad El Mozote permanecieron en el lugar y pretendieron ser neutrales. Era necesario demostrar que no existía la neutralidad y que quien no estaba con las fuerzas del orden estaba contra ellas.
Además, entre la población podían quedar terroristas escondidos y “en este tipo de circunstancias, no se está muy dispuesto a perder el tiempo tratando de saber qué puede haber dentro de la casa”. Cientos de personas fueron muertas en el pueblo y en aldeas vecinas en el episodio más recordado de la guerra civil y el nombre de Domingo Monterrosa quedó ligado indeleblemente a El Mozote.
No había tiempo para sentimentalismos y la lucha tenía que continuar. Esas personas estaban en el lugar equivocado y fueron los guerrilleros los que las pusieron en peligro al usarlos como escudos humanos y disparar a las tropas desde las casas. El ejército y sus cuerpos auxiliares tenían que cumplir el deber de defender la democracia.
El duelo
Lo verdaderamente grave era no haber podido decapitar el mando insurgente que no solamente resistía las grandes ofensivas sino que se fortalecía y extendía su influencia en otras áreas. Peor aún, su radio divulgaba noticias y comentarios que desfiguraban la realidad de la dura guerra contrainsurgente, llegaba a la gente con su mensaje de odio hacia las fuerzas militares e incluso se atrevía a retarlo directamente en zonas que él creía haber limpiado de subversivos o en santuarios a los que no había podido ingresar.
Le repugnaba especialmente que por las ondas hertzianas se transmitieran partes de batalla y los resultados de las operaciones, como si fueran un ejército legítimo, así como misas oficiadas por curas renegados y que se aprovechara una supuesta alfabetización a los campesinos para adoctrinarlos en ideologías ajenas a la idiosincrasia del pueblo salvadoreño. Para colmo del atrevimiento, el plato fuerte eran espacios de humor como “La Guacamaya Subversiva”, con el estilo de las radionovelas donde se caricaturizaban las actuaciones de los oficiales militares nacionales y de los asesores norteamericanos.
La guerra es cosa seria, lo más serio que hay. El guerrero enfrenta la muerte y está preparado para cualquier cosa que le pase y no puede rebajarse al nivel del payaso. Nadie puede burlar<se del soldado ni de su causa, pensaba y manifestaba el coronel frecuentemente.
El daño que hacía esa radio se hizo mayor cuando comenzaron a divulgar la versión de que en El Mozote se había producido una carnicería en la que durante cinco días se eliminó a casi mil personas, incluyendo mujeres y niños, cuando ni siquiera había encuentro armado con la guerrilla. Esto ponía en peligro la ayuda de los Estados Unidos.
La confrontación con Atilio se volvió casi personal y el deseo de callar a Radio Venceremos estaba convirtiéndose en una obsesión. Cayeron en el vacío las recomendaciones de su jefe, el Ministro de Defensa, General René Emilio Ponce, quien opinaba que el Coronel Monterrosa le daba mucha importancia y la escuchaba demasiado.
La determinación estaba tomada pero se aceleró cuando el gobierno de José Napoleón Duarte abrió diálogos con el FMLN en busca de una paz negociada. A regañadientes debía aceptar esa decisión política pero antes tenía que despachar a su eterno rival y su deber era combatir mientras hubiera guerra y su contribución ayudaría a que la guerrilla llegara debilitada a la mesa para imponerle condiciones.
Cuando se enteró de un documento secreto del gobierno estadounidense en el que se decía que Atilio era el mejor comandante de campo y se calificaba a la Venceremos como maestra en guerra psicológica que le daba cátedra al ejército no pudo contener su cólera. Igual que la madrastra de Blanca Nieves al preguntar al espejo quien era la más bella del reino, mirando su pecho lleno de medallas se preguntó ¿cómo así que Atilio es el mejor, y dónde quedo yo? No podía ser. En El Salvador, fuese en guerra o en paz no cabían los dos. De ambos uno debía desaparecer y no sería él. Lo despacharía directamente al infierno, ojalá de una vez con su radiodifusora y a eso dedicó su infatigable energía.
Uno de sus orejas, que estaban en toda parte le informó que por los lados de Agua Blanca la radio andaba junto a la comandancia. Era el momento para matar los dos pájaros de un solo tiro. Silenciosamente y con la mayor sorpresa, como tigres de la noche, los comandos especiales de la brigada llegaron al campamento, pero era tarde. Horas antes el mando, sin saber que Monterrosa les respiraba en la nuca, se había trasladado a Santa Rosa de Lima y los equipos se habían ubicado en Cerro Colorado.
El asalto se redujo a una escaramuza con unidades especiales de la Brigada Ramón Arche Zablah (BRAZ), la unidad de élite de los insurgentes.
No era el momento de cejar en el empeño. La presa estaba cerca y había que avanzar hasta alcanzarla, sin dejar de perseguirla un solo instante.
En un sitio intermedio entre Agua Blanca y Santa Rosa de Lima, como cumpliendo la cita en un duelo caballeresco se encontraron las unidades de élite y los dos rivales. Monterrosa no pidió apoyo aéreo porque insistía en el enfrentamiento personal. Confiaba en la superioridad logística y de armamentos, decisiva en una batalla convencional, pero no contaba con que su adversario se replegaría después del primer golpe. Nuevamente la insurgencia, después de quitarle una posición avanzada al batallón mordió y huyó. Ya habría otros segundos tiempos en esa lucha.
Se había ido una de las presas pero quedaba la otra. José Domingo hizo amago de retiro pero volteó rápidamente para llegarle por detrás a la radio que transmitía desde Cerro Colorado, a pocos minutos del combate. La refriega se inició las 6 de la tarde, justo la hora de comienzo de la transmisión diaria y a los oyentes les llegaban directamente los sonidos estruendosos de los morteros, las granadas y el rugir de la metralla. Alertados por la seguridad, los locutores cerraron la emisión con un súbito “continuará”, empacaron los equipos y se esfumaron.
A los pocos minutos el coronel estaba allí, pero no había nadie. La otra presa se le escapado como el agua entre los dedos. Su consuelo fue una maqueta que representaba al volcán Cacahuatique que el estado mayor de la BRAZ había utilizado para tomarse esa posición estratégica. Tenía clavadas las banderitas en diferentes alturas, las rutas de acceso, las posiciones del enemigo y todo el diseño de la batalla.
¡Mirá cómo se preparan estos cabrones! —dice Monterrosa a sus asistentes—. ¡Ni el ejército hace esto! Y se lleva la maqueta para su oficina, aumentando así su colección, porque anteriormente había encontrado unos videos y otros elementos capturados a la guerrilla.
Son sus pequeños trofeos de guerra que le sirven de consuelo mientras llega el premio mayor. No son solamente para su satisfacción a solas sino también para exhibir ante la prensa mostrando que podía alcanzar el corazón de las posiciones enemigas y esto aumenta su fama de oficial tropero, no como la mayoría de los mandos que solamente eran de escritorio.
Pasan los meses y el coronel con su incansable Atlacatl monta nuevos operativos, siempre respirándole en la nuca a Venceremos y a Atilio. Una operación se monta sobre otra, sin darles tregua. La vida de los partisanos se complica mucho más y es difícil mantener el ritmo constante que les impone Monterrosa.
Atilio acepta el reto
Saliendo de la lona de camión en que estaba con su comandancia, Atilio, después de un largo silencio se levanta, da unas largas zancadas y dice a sus compañeros, que han salido detrás de él: “Verdaderamente el hombre es necio. No nos queda más remedio que matarlo. No sé cómo, pero tenemos que eliminar a este trompudo. Es estratégico. Si queda vivo, después de la victoria va a ser el jefe de la contra salvadoreña y va a seguir siendo nuestro principal dolor de cabeza”.
Los otros dirigentes concuerdan en que Monterrosa es un gran enemigo, que va con su gente a la primera línea de fuego, reconocen su gran capacidad militar y aceptan comenzar a planear su eliminación.
Averiguan que tiene una mujer por los lados de Chinameca y minan el lugar donde debía aterrizar pero el instinto lo salva porque ese día cambia de plan. El operativo se desmonta y se hacen otros intentos pero José Domingo, como si tuviera pacto con fuerzas ocultas, siempre se las huele y no va a donde se supone debe ir y aparece por otros lados.
Los informantes de la guerrilla informan que está con su unidad en el cerro Muricapa. Esta vez no se escapa, dice Atilio y él mismo coordina el avance pero el hombre elude el cerco.
Luego las unidades más selectas de la BRAZ lo rodean en San Luis y también inexplicablemente no cae en la red y desaparece.
Es ahora la insurgencia la que lo talonea a él, pero tampoco puede cazarlo. Así pasan meses y la cosa se pone más difícil porque ahora tiene mucho más mando, mayores recursos humanos y logísticos y ha puesto en funcionamiento la táctica de grandes ataques con decenas de helicópteros, con asistencia y apoyo directo de consejeros de los Estados Unidos. Ya no es solo comandante del Batallón Atlacatl, sino también de la Tercera Brigada y de toda la tropa de infantería en la región oriental.
Milagro en San Miguel
En San Gerardo, pequeño municipio del departamento de San Miguel, el mando del ERP está reunido para analizar la coyuntura surgida a raíz del retorno a la presidencia de José Napoleón Duarte. Informados de que no hay presencia enemiga en muchos kilómetros a la redonda, los dirigentes solamente están acompañados por los radistas y por sus escoltas. La mayoría aún duerme, después de los largos debates de la noche anterior, cuando a las 6 de la mañana los despierta el sonido de una avioneta de información. Rápidamente se alistan pensando que es un bombardeo de rutina que es casi parte de su vida diaria. Pero no, al momento se le unen dos dragones voladores y el aire es rasgado por el ruido estentóreo de decenas de helicópteros.
Los aviones bombardean sin compasión los alrededores y los helicópteros descienden a los cerros circundantes vomitando soldados comando. Al instante algunos paracaidistas están en las propias calles del pueblo y se trenza el combate. La encerrona es perfecta: el exterior saturado por rosarios de bombas, gran número de comandos en la aldea y las grandes libélulas de acero yendo y viniendo con más atacantes.
Es el fin o casi, porque una fuerza desconocida, tal vez de otro mundo, un dios indio, San Gerardo, San Miguel o la Virgen del Rosario, bendice la mano de un guerrillero que con su AK-47 le atina a la hélice de un helicóptero. En medio de grandes estertores el rotor se parte, el animalazo pega un fuerte viraje, choca con otro helicóptero y lo arrastra en su caída aparatosa.
No ha sido un pajarraco menos sino tres porque en el bamboleo se estrellan con un tercero que en el desconcierto trataba de alzar vuelo.
Monterrosa arriba en otro aparato. Nadie se atreve a hablarle y él con sus botas da la vuelta a los muertos para reconocerlos. ¡Cómo que apenas cuatro huevones de ellos! Ningún comandante, ¿dónde está Villalobos, dónde está Jonás? ¡La gran chingada! ¡Treinta soldados de élite perdidos. Y me quedo sin mis orejas ¡La próxima no se me escapa el maldito!
Su furia jupiterina se incrementa cuando la odiada radio transmite un programa especial sobre la batalla. La cabeza está a punto de estallarle al oír la cháchara de los subversivos, y solo se calma cuando se dice a sí mismo: “Esto es solo el comienzo, ya verán como sigue la operación “El águila caza a la presa”.
Bomba estéreo.
San Gerardo aceleró la decisión de matar a Monterrosa. Se establece una especie de competencia para el mejor proyecto. Los encargados del taller electrónico proponen cartas con explosivos, otros más coches bomba o ataques con morteros a la brigada.
Más vale maña que fuerza, dice a Atilio su compañero colombiano Pedro Claver Iriarte, “Casimiro” un hombre de letras travestido en hombre de armas en el remolino de las guerras centroamericanas. “En mi tierra si alguien pide algo se lo damos, popularmente decimos: se le tiene. Si el coronel quiere la emisora, hay que dársela pero como regalo griego”.
— ¿Proponés una especie de Caballo de Troya? Me parece bien, creo que el tipo no se lo espera y puede caer tomando los equipos como trofeo y mostrándolos a la prensa. Su lado débil es el exhibicionismo; por andar figurando puede llevarse un susto. Y después preguntan para qué sirve la literatura — responde el jefe.
Es cierto — dice Daysy Margarita, la radista de ojos violeta y sedoso pelo negro—. ¿Qué es lo que ha hecho Monterrosa cuando ha venido aquí? ¿Buscar a quién? Al puesto de mando y a la Venceremos. ¿Qué hace cuando se va? Se lleva trofeos. Ya se llevó la maqueta del volcán. Se llevó los videos.
—Muy bien. ¿Quiere la Venceremos? Tendrá la Venceremos. Se la vamos a regalar. ¿Qué mejor trofeo podría tener de Morazán? — dice Atilio, dando por terminado el diálogo— ahora a trabajar en el plan.
Bajo la estricta supervisión de Villalobos, los técnicos deciden introducirle ocho tacos de dinamita en el transmisor, con sofisticados circuitos de explosión. La primera opción es a través de un control remoto semejante a los que accionan los televisores, solo que más complicado y a mayor distancia, de radiofrecuencia, para hacer explotar la carga que el aparato llevaba adentro. Si por cualquier motivo falla este primer dispositivo, cuando el transmisor se elevase a una altura de trescientos metros, la agujita de un altímetro que se le instala cerrará el circuito y la bomba explotará sola.
Detectados los guerrilleros en el Cerro Pericón, son cercados por veinte helicópteros. Ya se siente el respirar de los atacantes. Con serenidad Atilio ordena la última revisión del artefacto y asegurar los cables antes de meterle el explosivo. Con el nerviosismo y la prisa se cruzan mal los alambres y el técnico casi vuela en pedazos. Con el vientre abierto intenta reconectarlos pero se desmaya. Hay que irse ya, la prioridad es curar al hombre, otra vez será y se llevan al herido y los equipos alcanzando a huir.
Días después los insurgentes se asientan en el cerro Garrobo, equidistante entre El Mozote y Joateca. Atilio reúne al equipo encargado de la operación. Les explica que se va a simular un combate con heridos y que no se logra sacar la Venceremos. Instruye a Nolvo, un campesino asombrosamente parecido a Farabundo Martí, moreno y bigotón, de sombrero alón, con pistola al cinto y fusil al hombro, diciéndole que en el momento más caliente de la balacera con los soldados grite: “Dejá esa mierda, saquen al herido!”, cuando estén suficientemente cerca para que lo oigan.
“En ese mismo momento, solo en ese momento, cuando estén seguros de que los chulos vienen sobre ustedes, con un palito enciendes esta palanquita, mirá. Por esta rendija de acá se prende todo el sistema, asegurate que quede pasado, que marque on. Dejan el aparato tirado en el suelo y el rastro de sangre de un gallo que han despecuezado, para que se vea el rastro del “herido” y dejan el aparato tirado en el camino”.
“Oh bella entre las bellas, amarilla, al dedicarte aquesta quisicosa, gritar quisiera el ansia que me acosa” — recita con voz inspirada frente a Daysy el suramericano Pedro Claver en un rapto de pasión de los que lo asaltan con frecuencia.
La joven, con risas y con gesto que mezcla compasión y simpatía responde:
“Otro día seguimos con tu quisicosa, don Casi, zafa ahora que me llama el jefe”
Villalobos le dice a la chica:
“Ya tenés loco a más de uno con tu mirada de Elizabeth Taylor y ahora querés infartar al poeta. Concentrate en esto. Vos que también vas con el grupo de choque, cuando salgan corriendo pasás este mensaje por las radios internas:
“Tenemos problemas. Perdimos el volado. ¿Qué hacemos?”. Este mensaje lo pasás pelado, sin clave y el otro radista te contesta que no le hablés así, que te vayas a la frecuencia tal. A estos les decís el mismo mensaje y como esa frecuencia está quemada pero los enemigos no saben que nosotros lo sabemos, lo descifra en seguida sin sospechar nada porque le añadís con tono de preocupación: “tenemos un herido”. El nuestro te responderá: “olvídense del volado y retírense con el herido”.
Los guerrilleros ubican la escuadra enemiga a las cinco de la tarde, en un punto cercano al pueblo de Joateca. La función comienza y los fuegos artificiales brotan de las bocas de los fusiles de unos y otros. En la escena central aparecen el grito, el gallo, la palanquita y los mensajes.
El coronel José Domingo no cabe en sí de gozo al oir el reporte del comandante de la compañía Los Brujos del batallón Fonseca sobre la captura de la radio Venceremos, en medio de un combate con “casi doscientos enemigos a los que les dimos bien duro”. Se acaba el dolor de cabeza, ya no habrá eco a las acciones de los terroristas. Primero la radio y después Villalobos, no demorará en caer el tal Atilio. Esta es la mejor señal.
–Perfecto, te felicito! Mirá, entonces llevate eso para Joateca y esperá nueva orden. Yo voy a llegar, es la respuesta que da Monterrosa, que por la gran emoción apenas puede hablar.
En el pueblo, copado y rodeado por las tropas, el aparato es custodiado celosamente pero el coronel no arriba. Ha dado la orden de verificar los informes de inteligencia, no aparece como ha anunciado y entre tanto prepara la manera de presentar al país y al mundo el trofeo.
Cuando le informan que Venceremos lleva más de 24 horas sin transmitir, espera otro largo día y al fin respira más tranquilo. “Sí les di donde era, son más de cuatro años y por primera vez duermo sin el fastidioso zumbido de esos vergajos. Mañana me llevo a la capital el maldito aparato y ya veré que hacer con ese engendro que nunca debió contaminar el aire”.
La noche se hace eterna en el campamento guerrillero. Sin la compañía de la radio las horas se arrastran y el tiempo se detiene. Los oídos no son hoy para Venceremos sino para las radios comerciales y oficiales para ver si dan la noticia esperada. Solo la búsqueda con el dial por parte del equipo de monitoreo rompe la monotonía y la angustia de la espera interminable.
Al fin se escucha:
¡Ultima hora! El ejército acaba de informar que la clandestina Radio Venceremos ha sido capturada hace muy pocas horas en el Tizate, Joateca, luego de un fuerte combate defendiendo posiciones estratégicas. ¡Más detalles con nuestros corresponsales en San Miguel!
A la mañana siguiente, la Voz de los Estados Unidos de América después de su habitual “the following program is in Spanish, lanza su primera noticia:
“Luego de tantos días de programación ininterrumpida, Radio Venceremos ha dejado de transmitir. El ejército salvadoreño informó que la emisora clandestina fue capturada en…”
Otra noche sin saber de Monterrosa. Atilio camina de un lado a otro como un tigre enjaulado, va y viene dándose en una mano con una varita que sostiene con la otra. “Me emputa no saber si el hombre cayó o no. El desgraciado no da señales y ni siquiera sabemos dónde está ahora la trampa. Más me duele no poder decirle nada a nuestra gente, a los demás frentes y a muchos amigos del país y de otras partes que nos preguntan qué pasó y por qué el silencio de nuestra radio.”
Se calma un poco y pregunta a Abraham, jefe de comunicaciones: ¿ Qué pensás vos, dónde lo tendrán?
—Tenerlo, lo tienen en la alcaldía de Joateca. ¿Dónde más?
—¿Qué pasa si lo detonamos ahorita?
—Pues…
—¿Irá a funcionar en el helicóptero?
—Esperemos, hombre. Va a funcionar.
—Es que si no funciona, somos los más pendejos de los pendejos. ¡Nosotros les estaríamos regalando la victoria que ellos no consiguieron en el Pericón! Aunque lo que agarraron no sea lo que es, ¿quién desmiente después si ellos muestran el volado y nosotros, de hecho, hemos dejado de transmitir? Quién explica a nadie que todo fue un malentendido, una cazabobos que nos cazó a nosotros?
El diálogo es interrumpido por el anuncio de que los radistas reportan la detección de un helicóptero en frecuencia.
—¿Quién es?— pregunta Atilio.
—No sé —le dice Abraham. No se ha identificado.
—Entonces, debe ser el de Monterrosa, porque es el único mando de ellos que cumple con la seguridad de no identificarse.
Un niño radista se entremete en la conversación y dice que no es, que él reconoce la voz del piloto del coronel y ese no es.
Los tres se sientan, oyen la grabación, la comparan con las que se tomaron antes al piloto de Monterrosa y concluyen que el chico tiene razón.
— Pero, ¿y si es?… ¡Vamos arriba!
Atilio, la comandancia y todos suben unos cuantos metros por el cerro hasta el punto más alto donde se habían situado los radistas de las comunicaciones estratégicas.
El helicóptero arriba, aterriza en Joateca, está unos minutos allí. Se levanta y, cuando emprende el regreso a San Miguel se arma la discusión.
— ¿Si disparamos y no es?
— Y si no disparamos y es?
Como el joven insiste en que no, le hacen caso y no disparan. Luego se comprueba que está en lo cierto porque el aparato lleva personal médico que había ido a recoger un herido.
El coronel da una entrevista a radio Sonora de San Salvador y anuncia: Lo que estamos intentando no es un operativo cualquiera. Es un trabajo de área. Vamos bien. Es para quedarnos. Como le digo, se trata de una cuestión diferente. No vamos a salir como otras veces. Hemos capturado a Radio Venceremos. Yo quiero decirles que se acabó el mito de Morazán. A los Brujos del batallón Fonseca que lograron esta hazaña les hemos dado un merecido mes de licencia. Esta tarde a las cuatro he convocado a la prensa nacional y a los corresponsales extranjeros en la Tercera Brigada de Infantería, en San Miguel. Yo personalmente les mostraré la radio a los periodistas.
Definitivamente viene hacia acá. Tiene que tomar su trofeo y a cumplir su cita con el destino. Todo es entusiasmo y nerviosismo, el campamento detiene su aliento, en los dedos cuenta los minutos, el tiempo que no corre. Nadie come y cada uno mira al cielo, a las nubes, esperando que el hombre aparezca.
Por fin, a media tarde, se aproxima. Sin que nadie le pregunte, el mismo muchacho bocón dice:
— Ese sí es el piloto de Monterrosa
— ¿Lo dijo expresamente? le pregunta Atilio.
—- No, no lo dijo. Pero es su voz.
— El chiquillo tiene razón —dice Abraham. Pongo mis huevos sobre un yunque que ese sí es.
El helicóptero sobrevuela Joateca.
— Irá Monterrosa ah? —pregunta Atilio.
—No sé —dice el radista—. No han dicho eso. El piloto sí es.
— Pues donde va el perro va el amo. Preparen todo.
Mauricio, el encargado, aprieta el botón que debe activar la carga, con tanta fuerza, que casi le revienta al contacto. Pero el helicóptero siguió su curso tranquilo de la vida.
Silencio total. De repente Mauricio, que parece cientos de años más viejo, con manos temblorosas examina qué falló en el control remoto.
— Esperate, Mauro —dice Atilio—, ¿no hay un segundo dispositivo?, ¡ qué altura tiene ahora el pájaro?
—Sí hay un segundo dispositivo que se activaba automáticamente a los trescientos metros pero tampoco funcionó porque ya está más arriba.
— ¡ Puta madre!! —es lo último que expresa Atilio, y se va, para regresar a los pocos segundos— el transmisor está todavía en Joateca, que no lo han sacado y por eso los mecanismos no funcionaron. Tampoco estalló en tierra porque no hay línea recta entre el cerro y la aldea. Monterrosa todavía debe estar allí. El plan no ha fallado, compas.
A las cuatro menos cuarto asoma un tercer abejorro de acero. El coronel confía en que si no la ha pasado nada a los anteriores es porque no hay riesgo. Todo está bajo control y en pocos minutos podrá tocar los aparatos y deleitarse con la gloria al mostrar al mundo como tiene a sus pies los odiados transmisores. Lo acompañan el mayor Armando Azmitia, pupilo formado a su imagen y semejanza, la mejor promesa del ejército salvadoreño; el teniente coronel Herson Calito; los demás mandos estratégicos del operativo Torola IV ; un capellán castrense que bendecirá la victoria y felicitará a los soldados; más un periodista del Comando de Prensa de la Fuerza Armada y sus asistentes.
La comitiva aterriza y en medio del júbilo el comunicador, el camarógrafo y el sonidista registran el histórico momento en el que el héroe personalmente, cada vez más grande en su humildad, ayuda a cargar el transmisor- bomba en el aparato volador.
Al ver el último helicóptero Atilio se llena de entusiasmo. “Ahora sí es, con el mismo piloto. Ya no nos interesa si vino o no en el primer vuelo o si llegó y se fue. Lo importante es que está aquí y que acaba de aterrizar”.
De nuevo el tiempo se congela, los minutos que el helicóptero dura en tierra son miles de años. Y no se le puede ver. El pueblo está en una hondonada y por fin se comprueba que sí es Monterrosa, otro chico radista informa que ha interceptado comunicaciones en las que dicen que la prensa está esperándolo para dar inicio a la sesión informativa.
¡Definitivamente es la hora!
Siglos más tarde la aeronave inicia su vuelo sobre el fondo azul del cielo cuzcatleño.
Cuando está al frente del cerro en que acechan los rebeldes, Atilio ordena: “
Mauricio… ¡activá el bendito control!
La corta frase no ha terminado cuando se oye un fuerte estallido y bajo el telón de un sol de plomo revienta una gran llamarada, lanzando chorros de fuego en todas direcciones.
En las noches de octubre se ven brillar luces sobre las fosas comunes de El Mozote. El coronel entra en la historia como héroe para su gente y como trofeo para los enemigos que había jurado destruir. La Fuerza Armada del Salvador expide la Orden General No. 4 de fecha 31 de octubre de 1984, en la que “causa baja por haber fallecido heroicamente en actos del servicio, poniendo de manifiesto su alto espíritu de sacrificio en beneficio de la Patria” y le da su nombre a la Tercera Brigada del Ejército.